Exaudi nos Domine

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Cor Iesu Sacratisimum Miserere nobis

sábado, 27 de noviembre de 2010

Vox clara ecce intonat...


                         Vox clara ecce intonat…

          Una meditación en las vísperas dominicales del Adviento


 “Vino la Palabra del Señor en el desierto…¡preparadle un camino!”

En el Adviento resuena constantemente esta invitación de la Palabra de Dios ante el Señor Jesús que viene: ¡preparadle un camino! Los caminos del propio corazón, los caminos de nuestra historia, toda nuestra persona debe ser ese camino por donde pueda venir el Salvador.
Jesús se nos presenta siempre como Aquel que viene. El tiempo del Adviento quiere introducirnos más y más en este Nombre propio de Dios, “El que viene”:

         “El verbo venir se presenta como un verbo teológico, incluso teologal, porque dice algo que atañe a la naturaleza misma de Dios. Por tanto, anunciar que Dios viene significa anunciar simplemente a Dios mismo, a través de uno de sus rasgos esenciales y característicos: es el Dios que viene”[1].

Jesucristo es Aquel que ha venido hacia nosotros. Este es el fundamento de nuestra fe, la raíz de nuestro estar salvados en la esperanza. Es el Emmanuel que ha puesto su tienda en medio de nosotros. Ha puesto su Morada en nosotros, en nuestra pobre humanidad desposándola consigo para siempre en alianza eterna. Dándonos todo lo Suyo y recibiendo en Sí todo lo nuestro: O admirabile comercium!![2]

Pero también es Aquel que vendrá, en El todas las cosas alcanzarán su plenitud. Los gemidos de la espera de la creación[3] se convertirán en ese “Día del Señor”, en un Aleluya sin fin, en el canto perenne del Amor. El maravilloso canto del libro de Baruc, anunciando el retorno a la Santa Sión, a la Nueva Jerusalén, a la Ciudad que Dios nos prepara, que baja y viene de El[4], se convierte en la respuesta a nuestros gemidos y lágrimas, es el “Sí” de la fidelidad de Dios a sus promesas. Es el Dios fiel cuyo Amor para nosotros es indefectible, no fracasa, porque eternamente ha hecho Alianza con nosotros. En su Hijo que se ha manifestado y ha venido a nuestra carne, a nuestro mundo, cambiando nuestras lágrimas en un canto, en el canto de los salmos graduales, que expresan la alegría del camino hacia el Señor, la alegría del Señor que transforma los dolores de su creación en gavillas fecundas, en el nuevo Jardín de Dios irrigado por los canales de su gracia:
“Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares[5]…”

El mundo entero espera y gime. Nuestra plegaria tiene que saber expresar y leer las lágrimas de toda criatura para ofrendarlas al “Viniente”, debe estar dirigida hacia el cumplimiento de su Obra fiel y amorosa en nosotros. Aquel “Veni, Domine Iesu[6]”, que cantamos y anhelamos en cada Eucaristía, debe abarcar y sintetizar todas nuestras esperas, todos los quebrantos físicos y morales de nuestra oscura humanidad, siendo serenamente conscientes de que toda nuestra vida y todo lo bueno y verdadero que nos circunda vive y tiende hacia esa “Felíz Esperanza[7]” de Jesús. La Esperanza anhela la Presencia, el deseo tiende y vive por acercarse a la Presencia, que es unión y posesión con el Amado.

El Adviento es como un juego de amor, como el juego del amor hermoso, que se nutre de presencia y ausencia[8]. El Amado se esconde para hacerse “desear” más, para hacer crecer el amor que busca la unión. Jesús en el Adviento es Presencia, El ha venido en su Encarnación, pero quiere ausentarse, quiere estar siempre viniendo para suscitar nuestro deseo, nuestra espera, nuestra disposición interior. Si lo esperamos, si apoyados en El lo aguardamos, esta espera aviva la lámpara del Amor. Y la lámpara puede apagarse gozosamente en el alba de su Venida, de su Presencia. Esperanza, Presencia ya comenzada pero no plena que aviva el amor, que nos llama a hacernos camino para poder llegar a la posesión del Amor. ¡Cuán bellamente San Bernardo y su teología del corazón expresan esta Espera-Presencia en su Iesu dulcis memoria! ¿No avivará nuestro deseo el rezarlo más frecuentemente?
        

Oh Jesús de dulcísima memoria
         Que das el verdadero gozo al corazón,
         Más dulce que la miel y que toda otra cosa
         Es tu dulcísima Presencia.[9]

San Bernardo pide al Señor que ha venido en la Encarnación, en la ternura del Niño de Belén, que siga viniendo. Que siga prolongando su venida no sólo en los Santos Sacramentos, continuación y comunicación de su Encarnación Redentora, sino también en las visitas del Verbo al alma, en ésas visitas en donde El es nuestro refrigerio y consuelo. La dulcísima Presencia de Jesús es la que enjuga toda lágrima, es la que aleja toda oscuridad, es la que ablanda toda dureza, es la que disipa toda tristeza y aflicción. ¡Visitas de Jesús, advientos de Jesús…venid, venid a nuestros corazones!

         “ Cuando nuestro corazón visitas
            Entonces brilla en él la Verdad
           Todo lo pasajero se convierte en vano,
            Encendido por tu ferviente caridad.”

Jesús es Aquel que siempre está por llegar[10]. Su venida es una realidad actual. La Presencia de Jesús nos dice en este adviento: “Mira que estoy a tu puerta y llamo: si alguno oye mi Voz, y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo.”[11]

Si dejamos entrar a Jesús, si la puerta se ensancha por el deseo, El dirigirá una palabra personal para cada uno de nosotros, haciéndonos participar de sus bienes, de su vida de Hijo. Adviento es el tiempo en que se nos pide que nos hallemos sedientos y abiertos para Dios. Debemos hacernos como ese desierto, tan temido, pero lugar del recomenzar de la Alianza, en donde puede bajar y venir la Palabra del Señor. El desierto es el lugar del despojo, no podemos seguir con nuestras “chucherías[12]”, nuestros apegos, nuestro bagaje interior, hay que darlo todo por el Todo. No se puede caminar con mucho equipaje por un desierto. Ese es el sentido del vaciamiento del corazón en este adviento, si la palabra del Señor ha de venir a nuestros desiertos debemos gustar su soledad, su cercanía, nuestro corazón en muda súplica, como la tierra reseca, debe suspirar por su gracia.

Vino la Palabra del Señor a Juan en el desierto[13]”.  También a nosotros se nos invita a estar sedientos para el agua gratuita de Dios[14]. Se nos pide tener sed, una sed de su gracia que sólo El puede saciar[15]. Para eso quiso venir sediento a nuestros desiertos Aquel que es la Fuente, el Manantial de la Vida.

Adviento es la Visita y la Presencia de Jesús para ir completando su obra en nosotros[16], para que nos encontremos santos e inmaculados por el amor el Día de su Venida, en su Día. Esa es la oración de Pablo por sus hijitos filipenses. Es una súplica de total esperanza en la acción de la gracia de Jesús. El pide para que el Señor por medio de su visitación continua en los corazones de los filipenses vaya realizando Su obra, o sea la completa “cristificación”. Esta oración nacida del corazón de Pablo en donde late el Corazón de Jesús… (en este pasaje se nos habla explícitamente del Corazón de Cristo[17]) nos está cantando la confianza plena en la Gracia. Esta oración nos abarca a todos. Pese a los pecados de nuestra vida, a nuestras resistencias al Amor, con el peso de nuestra mediocridad, de la chabacanería, de nuestra insensibilidad espiritual, el Amor del Redentor que viene puede remediarlo y redimirlo todo. Basta que nos pongamos en espera. En espera confiada y serena[18]. Incluso de nuestras infidelidades, Jesús el que viene, puede abrir nuevos caminos para que experimentemos la hondura de su Amor que salva. Nos dirían los Santos: ¡Basta que creas! Reza, ten fe y no te preocupes. (P. Pío de Pietrelcina)

Jesús es el que viene a nuestros desiertos para transformarnos a nosotros mismos en su Adviento. Así como su Madre, la llena de Gracia, es el Adviento viviente de Jesús, así el quiere entrar en nuestra vida para seguir viniendo a nuestros hermanos, a nuestras familias, a nuestro trabajo, a nuestros amigos. La venida de Jesús quiere transformarnos en Adviento suyo para nuestros hermanos. Por ello debemos proponernos, cuánto nos hacen crecer los pequeños buenos propósitos, algún gesto concreto que nos ayude a vivirnos como un adviento de Jesús para los otros. Y desde ya ofrecerle toda nuestra vida para que El pueda seguir naciendo en muchos corazones, dejemos que sea la dulce Voz del Señor la que nos hable e interpele:

“¿Estás dispuesto a darme tu carne, tu tiempo y tu vida? Esta es la voz del Señor que quiere entrar también en nuestro tiempo, quiere entrar en la historia humana a través de nosotros. Busca también una morada viva, nuestra historia personal. Esta es la venida del Señor?” (Benedicto XVI en las I vísperas del Domingo I de Adviento)


P. Marco Antonio Foschiatti op









[1] Benedicto XVI, Homilía en las I vísperas del Domingo I de Adviento, 2 de diciembre de 2006.
[2] La celebérrima antífona de la Octava de Navidad que resume admirablemente el Misterio de la Encarnación y su soteriología: “¡Oh admirable intercambio, el Creador del género humano asume un cuerpo animado y haciéndose hombre sin concurso de varón nos hace partícipes de su Divinidad!”
[3] “La creación hasta el presente gime y sufre dolores de parto. También nosotros que poseemos las primicias del Espíritu gemimos en nuestro interior anhelando la redención de nuestro cuerpo.” Rm 8, 22-23.
[4] “ Y ví la Ciudad Santa, la Nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su Esposo” Ap. 21, 2.
[5] Sal 125, 1-6.
[6] Ap 22, 20.
[7]Tt 2, 13.
[8] ¿Adónde te escondiste, Amado,
 y me dejaste con gemido?
 Salí tras ti clamando y eras ido. San Juan de la Cruz, Cántico Espiritual.
[9] Himno al Santísimo Nombre de Jesús, que ha brotado de la meditación cálida de las homilías de San Bernardo en el siglo XII.
“Iesu dulcis memoria
Dans vera cordis Gandia,
Sed super mel et omnia,
Ejus dulcis Praesentia”.
[10] “Ábrame, mi hermana, mi amiga, mi paloma, mi perfecta! Mi cabeza está cubierta por el rocío, y mis bucles, por las gotas de la noche” (Cantica Canticorum 5, 2-3) “Jesús es un amante que a nuestra puerta espera en la fría noche. No llega como alguien que se impone, sino implorante; no como dueño y señor; no como acudía hasta aquí en su fuerza y magnificencia, y ella (la amada) no tenía otra opción que arrodillarse amorosamente ante él; pero esta vez viene a ella, bajo la apariencia del pobre y más lastimoso de todos. Con el rostro de sirviente humillado, que será entonces también el suyo! Y él suplica, llama a su compasión, a pesar de ser él rico y bienaventurado entre todos. Y, por cierto, él es rico, aquel que soberanamente colma; pero también es el pobre, ya que él mismo nunca es colmado. Y es muy grande y muy alto, es cierto, pero también es muy pequeño, porque es propio del amor tener siempre que anonadarse. Y también es Agua viva, fuente inagotable, y el que acerca sus labios experimenta que de su seno brotan fuentes de agua viva ( Jn 7, 38) pero, al mismo tiempo, es el mendigo sediento que implora al borde del camino: Dame de beber ( Jn 4, 7). El es la fuente que tiene sed.” Blaise Arminjon SJ, La cantata del amor.
[11] Ap. 3, 20.
[12] O sea dando el corazón a bagatelas, a vanidades, a baratijas.
[13] Lc 3, 2.
[14] “¡Oh, todos los sedientos, id por agua, y los que no tenéis plata, venid, comprad y comed, sin plata y sin pagar, vino y leche de balde!” Is. 55, 1.
[15] “El que beba del Agua que yo le dé, no tendrá sed jamás”. (Jn 4, 13).
[16] “Firmemente convencido de que Quién inició en vosotros, la obra buena, la irá consumando hasta el día de Cristo Jesús”. Flp 1, 6.
[17] “Pues testigo me es Dios de cuánto os quiero a todos vosotros en el Corazón de Cristo Jesús” Flp 1, 8.
[18] “Esta espera de Dios precede siempre a nuestra esperanza, exactamente como su amor nos abraza siempre primero (1 Jn 4, 10). En este sentido, la esperanza cristiana se llama teologal: Dios es su fuente, su apoyo y su término. ¡Qué gran consuelo nos da este misterio! Mi Creador ha puesto en mi espíritu un reflejo de su deseo de vida para todos. Cada hombre está llamado a esperar correspondiendo a lo que Dios espera de él…¿Qué es lo que impulsa al mundo sino la confianza que Dios tiene en el hombre? Es una confianza que se refleja en el corazón de los pequeños, de los humildes, cuando a través de las dificultades y las pruebas se esfuerzan cada día por obrar de la mejor manera posible, por realizar un bien que parece pequeño, pero que a los ojos de Dios es muy grande: en la familia, en el lugar de trabajo, en la escuela, en los diversos ámbitos de la sociedad. La esperanza está indeleblemente escrita en el corazón del hombre, porque Dios nuestro Padre es Vida, y estamos hechos para la vida eterna y bienaventurada” Benedicto XVI, Homilía en las I vísperas del Domingo I de Adviento, año 2007.

martes, 23 de noviembre de 2010

¡Reine Jesús por siempre...Reine su Corazón!


“Es necesario que Cristo reine…” (I Cor 15,25)       
Con la solemnidad de Cristo Rey culminamos el año litúrgico, esa luminosa peregrinación en la fe y el amor, en donde la Iglesia nos enseña el “sublime conocimiento de Cristo Jesús” (Flp 3, 8) , un conocimiento por su Palabra de Vida actualizada en la liturgia. Conocimiento de Corazón a corazón en el Sacramento del Amor en donde actualizamos y somos incorporados y configurados con todo el Misterio de Cristo. El año litúrgico nos permite sumergirnos en los Misterios de Cristo para poder hacer de ellos nuestros Misterios, en el conocimiento interno que busca apropiarse de sus sentimientos: todo el año litúrgico nos permite conocer lo que hay en Cristo Jesús. (cfr Flp 2, 5)
         La Fiesta de Cristo Rey es como el broche de oro y el compendio de toda la vida de Jesús. Todo su Misterio es Realeza, así lo contempla la liturgia: desde el anuncio del ángel a María y el deseo de todas las naciones que tienden al Rey prometido, pasando por el pesebre y los dones regios de los magos, hasta llegar al Misterio real por excelencia que es “su Hora”, la hora del Siervo que se abaja, que es coronado de espinas, que proclama la Verdad de su realeza ante Pilatos, que atrae a todo el cosmos hacia sí desde su Trono de gracia y amor en la Cruz. “Regnavit a ligno Deus” nuestro Dios reinará salvando desde el patíbulo. El mensaje del Reino no es algo accesorio en Jesús, sino que el Reino es El mismo: Reino de santidad y de gracia, Reino de justicia, de amor y de paz, como lo canta hoy el prefacio. “Jesús es el Reino de Dios en persona: el hombre en el cual Dios está en medio de nosotros, y a través del cual podemos tocar a Dios, acercarnos a Dios. Donde esto acontece, el mundo se salva” (Joseph Ratzinger)
 La Realeza de Jesús no sólo sintetiza su vida desde el pesebre hasta la cruz sino que nos permite abrirnos a la esperanza gozosa de su última venida, hacia el “Aleluya” sin fin de las Bodas del Cordero. Contemplar a Cristo Rey nos abre a la serena esperanza de que “Dios no fracasa” y de que la última palabra de nuestra historia, nuestra tan triste y desolada historia humana,  no culmina en el vacío sino en el triunfo del Amor. Ese triunfo silencioso que brota del Rey Crucificado y que quiere envolver en su luz y gracia a toda la realidad humana: lo más hondo del corazón, la familia, la cultura, el sano esparcimiento, la política.
Todo aquel que trabaja en la búsqueda de la Verdad y del Amor, en la búsqueda de humanizar, iluminar y sanear este mundo, está trabajando para que Cristo reine…ya que sólo donde Cristo Reina el rostro del hombre puede ser curado de tantas lepras que deforman su dignidad de imagen de Dios y representante suyo, lugarteniente suyo en la creación. Sólo Jesucristo acogido, escuchado y vivido, celebrado y adorado puede devolver al hombre la plenitud de su sentido y de su esperanza, sólo Jesucristo corona al hombre de gloria y dignidad. Sólo donde reina Jesucristo florece el “Evangelio de la Vida” y el amor humano se convierte en hermoso, sólo donde reina Jesucristo el trabajo es cooperación con el Creador, es desarrollo de los dones de Dios hasta trasformarlos en Eucaristía: el mundo ofrecido en Jesús Rey como oblación de Amor al Padre. Ser cristiano significa que debo ser instrumento vivo de su Realeza,  que debo orar cada día por la venida de su Reino y que mi amor lo debe seguir a El, al Rey Eterno, en el humilde ofrecimiento de llevar la cruz cotidiana siguiendo sus pasos. Los seguidores del Rey “aprenden que deben entregarse a sí mismos: un don menor que éste es poco para este Rey. Ya no se preguntarán: ¿Para qué me sirve esto? Se preguntarán más bien:¿Cómo puedo contribuir a que Dios esté presente en el mundo? Tienen que aprender a perderse a sí mismos y, precisamente así, a encontrarse.” (Benedicto XVI)
 Cristo reina en la Cruz desde la entrega humilde y obediente de su vida, de esa manera nos enseña el camino de su Divina Realeza: “Lo veo Crucificado y lo llamo Rey” (San Cirilo de Alejandría)

Cristo es el Rey-Pastor, el Rey-Cordero, el Siervo Rey:
Es la perspectiva de la profecía de Ezequiel: Dios mismo, en su Hijo amado, viene a buscar a sus ovejitas perdidas, heridas, viene a cargar sobre sí el destino de ellas, viene a cargar sobre sí a sus ovejas llevando en sus hombros heridos la realeza de la Cruz. El báculo de la Cruz  es el cayado que sosiega, por medio de las cuales las defiende, las guía, las cura y las hace apacentar en las aguas frescas que brotan “del pecho de su amor muy lastimado” (San Juan de la Cruz Poema del Pastorcito).
Cristo Rey es el Pastor Bueno y hermoso, es el Pastor de la misericordia que no sólo busca, dirige y guía a sus ovejitas-todos ellos verbos regios- sino que como único Rey verdadero nos representa en la Cruz ante el Padre incluyéndonos en su obediencia amorosa, ante el abismo de la muerte, la peor de las muertes. Cristo Rey es, en la solidaridad de su abajamiento, el Buen Pastor que desciende hasta los abismos más hondos para llamarme y encontrarme y cargarme con amor. En la acción de cargar sobre sí a la oveja herida, toda la humanidad pecadora y en esa humanidad a mí mismo que soy ante su amor único, el Pastor Rey, el Rey amado y hermoso, el Rey que con sus silbos me despierta a mí dormido en el pecado, es Aquel que por su oveja se deja traspasar, herir, es Aquel que voluntariamente se adelanta a la muerte para destruirla con su Muerte redentora de Amor. El Rey Pastor se nos hace Cordero Inmolado, Cordero Inocente que quita y lleva sobre sí todo el peso del mundo. Es el Rey y es el Siervo sufriente: “En cuanto Rey es Siervo, y en cuanto Siervo de Dios es Rey. Su crucifixión es Realeza, su Realeza es el Don de Sí mismo a los hombres” (Joseph Ratzinger)
 De  esa manera hace suyo el universo por doble título: todo fue creado por El y para El. Todo es recreado, redimido y conquistado por El, en El y para El. Por eso la Iglesia exclama gozosa ante su Pastor Rey, ante el Cordero Inmolado que nos compra con su Sangre: “somos suyos a El pertenecemos, somos su Pueblo y ovejas de su rebaño”

El Rey es el Justo Juez, Aquel que nos examinará en el Amor:
         El Evangelio de la solemnidad se puede sintetizar en las conocidas palabras del Doctor místico: “En la tarde de la vida te examinarán en el Amor”. En el ocaso de nuestras vidas y en el ocaso de la historia sólo permanecerá lo que se haya fundado en este Amor de Cristo. En primer lugar lo que nos asombra de este Evangelio es el Rey amado y hermoso que se abaja, nuevamente el tema de la Realeza como Servicio, como lavar los pies, pero este abajamiento es identificación. El Hijo de Dios en su encarnación, en su consagración regia en el seno de María, cuando es el heredero de todas las naciones y de todo el cosmos (cfr Salmo 2) realiza el principal acto de su realeza que es el unirse con todo hombre y su destino. El Hijo de Dios en su encarnación se ha unido a todo hombre (cfr Gaudium et Spes 22), pero su Rostro real resplandece sobre todo en el hambriento no sólo de pan, sino de verdad, de consuelo, de presencia, en síntesis del amor de Dios; en el enfermo, en el despreciado, en el forastero, en el aprisionado en tantos sistemas injustos e inhumanos: ¡hay mayor inhumanidad que tratar de quitar al hombre su vocación a ser hijo de Dios!. Estos hermanos pequeños, necesitados, solos e indefensos, estos hermanos sedientos y hambrientos de un sentido, de una esperanza, de un gesto de ternura son Sacramentos del Rey.  En ellos Cristo Rey espera el vaso de agua fresca de nuestro amor. En ellos tiene sed de nuestro amor.
         En la tarde del mundo sólo queda el amor…síntesis del mensaje salvador del Rey, el móvil y el fin de toda la obra de la salvación. Aunque Rey glorioso, Jesús no se olvida que se ha hecho nuestro hermano; se eleva en su Trono en el Seno del Padre y se abaja no sólo para mirar al pobre y al humilde sino para hacerse pobre y humilde. “Por esto la Caridad con los pobres nos hace amigos del Rey Eterno”. (San Ignacio de Loyola)  Allí en la Caridad, en el saber “ver” el Rostro sufriente pero  regio de Jesús y en el adelantarnos para servirlo está la clave, la fuerza transformadora para que, en esta triste sociedad laicista y fríamente consumista, se reconozca el Reinado de Cristo que como germen oculto, silencioso pero vivificante, pueda transformar los agostados desiertos de este mundo en un anticipo del Jardín de Dios. Donde se vive y se entrega esta caridad regia todo florece.
         Esta Transformación comienza en el propio corazón, en la conversión profunda de criterios, de mentalidad, se trata de conocerlo y seguirlo a El. Dejemos que en nuestra vida se realice, por la gracia, el triunfo de Su Amor. Por esto digamos al Pastor Bueno y Hermoso, al Rey hecho Siervo por Amor, al Justo Juez que me espera en sus pobres: “Tuyos somos y tuyos queremos ser, y para vivir más estrechamente unidos a Ti, hoy renovamos nuestra consagración a Tu Sagrado Corazón…” (Consagración a Cristo Rey promulgada por Pío XI)

 P. Marco Antonio OP

viernes, 12 de noviembre de 2010

La sabiduría de un camino otoñal...


               

        


           La sabiduría de las hojas de un camino otoñal…

-en el ámbito de la solemnidad de Todos los Santos y en la semana de los Fieles difuntos-                           
                                         


El mes de noviembre es como el otoño de la liturgia católica. El otoño es esa estación única en donde la efervescencia de la naturaleza se atempera, los coloridos de las criaturas van tomando un matiz dorado y rojizo. La flor que había despuntado radiante, en aroma puro y hechizante, ahora se vuelve una hoja dorada que cae en el camino, dispuesta a ser pisada, a volver a la tierra, a soñar en una futura fecundidad…El otoño es también la estación de los frutos maduros. El gustar la exquisitez de un fruto colma el corazón de agradecimiento y es para el labrador, paciente y abnegado, el dulce solaz de sus soles, lágrimas y sudores.

 La liturgia tiene también su otoño y este otoño comienza con la solemnidad de Todos los Santos. Es como la mirada radiante a esos frutos maduros, los frutos del árbol de la Vida, los frutos nacidos de la sombra del árbol de la Cruz. Podemos gustar cuán bueno es el Señor en la contemplación de esa cosecha agradecida que son los Santos. En ellos la semilla de la Gracia ha germinado en Gloria para siempre, la esperanza ya se ha convertido en un abrazo de posesión para siempre, la fe ha amanecido en la visión eterna de la Gloria, en ellos la gracia del Bautismo ha florecido y madurado, porque ellos son los verdaderos hijos de Dios, los hijos de la Resurrección[1].

Pero en este otoño litúrgico nos encontramos también con la imagen de las hojas que caen de los árboles, antes llenas de verdor, de vida, la imagen de la fecundidad, de la esperanza…ahora hojas caídas en la tierra, doradas, rojizas, algunas aplastadas, llevadas por los vientos del otoño, los árboles han quedado desnudos, se han ido los cantos de los pájaros…Sólo queda ese camino en solitario cubierto de hojas muertas. Conmemoración de los Fieles Difuntos…
Sin embargo esas hojas llevan un potencial de esperanza, llevan una virtualidad escondida y secreta. Se van a ir deshaciendo poco a poco en ese camino otoñal, volverán a la tierra, se harán parte de la entraña de la tierra, esperaran en el silencio invernal.  ¡Qué imagen más cierta para comparar nuestro caminar en la vida que la de un camino otoñal! Esas hojas caídas serán cubiertas por espesas capas de nieve, el barro las amasará…el goteo incesante de las lluvias las empaparán…hasta que nuevamente sean llamadas a la esperanza y del abono de esas hojas muertas pueda brotar y sonreír nuevamente la vida. La vida que resucitará en una primavera de sol, de cantos, de coloridos, de verdor y perfumes.

Nuestra vida es como ese fluir de las estaciones…la muerte será para el cristiano ese dorado otoño, esa estación en donde el Amado pueda bajar a su jardín cerrado, a su huerta amada, a nuestra alma, para gustar sus frutos…los frutos que su Amor Redentor sembró en nosotros:

“¡Soplad en mi huerto, que exhale sus aromas! ¡Entre mi Amado en su huerto y coma sus frutos exquisitos!
Ya he entrado en mi huerto, hermana mía, novia; he tomado mi mirra con mi bálsamo, he comido mi miel con mi panal, he bebido mi vino con mi leche.”[2]

Curiosamente los Padres de la Iglesia decían que el mundo había sido creado por Dios Amor en la exuberancia llena de embrujo de la primavera, la estación del amor. Desde esta mirada teológica la celebración de la Anunciación del Señor se había escogido cercana al veintiuno de Marzo, aunando la primavera de la creación primera con la verdadera Primavera, la Nueva Creación, cuando el nuevo Adán, Jesucristo, bajaba a su jardín llamando a la alegría a su Amada[3].

El otoño sirve para expresar nuestra condición mortal, la triste herencia del pecado, la saludable lección de humildad de que somos contingentes, de que no somos seres necesarios, de que somos una pura dependencia del Acto del Amor eterno que nos ha llamado a ser y que nos conserva amorosamente en la existencia[4].

¡Cuánta libertad interior nos da contemplar nuestra vida como esas hojas del otoño! Esas hojas doradas que caen nos están diciendo que cada día que pasa es una caída, cada día estamos siendo entregados a la muerte, cada día sufrimos algo del morir. Si nos comprometemos en el camino del amor, el Amor de Jesucristo, necesariamente ese amor ira desgajando nuestro ser a favor de los otros. En la medida en que se van cayendo las hojas de nuestra existencia en ese amor cristiano regalado y donado gratuitamente, como el de Jesús, vamos cayendo en el camino de la vida…nuestro dorado se opaca, nos vamos haciendo tierra…pero tierra que se duerme en la esperanza[5] de una fecundidad primaveral para siempre.

Ese dar la vida agradeciendo, ese darse en eucaristía, junto al Amado Jesús Crucificado, es lo que nos ofrece la meditación de la primera lectura de este día. Estos jóvenes hermanos macabeos, en la primavera fecunda de su vida, no tuvieron miedo de sufrir el otoño del martirio, de la poda terrible que los arrojó al suelo del camino para ser pisoteados y ultrajados por aquellos que en su odio se cerrarán a una resurrección para la vida.

Esos jóvenes son un preludio de la entrega de Jesús, son un preludio de la Cruz, y de todos aquellos que serán sacrificados por su fidelidad a la Palabra de Dios y a la amistad divina. Triste contraste entre aquellos jóvenes que le han dicho al Señor: “¡Tú eres mi Bien y mi cáliz!, y el de aquellos que cerrándose a la resurrección, han puesto su confianza y su entrega en un dios de muertos,  en el dinero fácil, en la mentira, en la burla socarrona, en el placer de los corazones de muñecos y brío de los animalitos sanos…

En ese texto nos encontramos con la conciencia agradecida de la primavera de la creación: “Por don del Cielo poseo estos miembros…”[6]

A la vez que nos encontramos con la entrega por amor de la propia vida, de los propios miembros a la muerte horrenda y violenta en la fidelidad a la Palabra, ya que en ese fidelidad esta la vida: “Tú criminal, nos privas de la vida presente, pero el Rey del mundo a nosotros que morimos por sus leyes, nos resucitará para una vida eterna.”[7] “Tu amor vale más que la vida, Señor, te alabarán mis labios” (Sal 62).

 El mártir es el prototipo de toda Santidad, es la perfección de la caridad. El mártir no quiere defraudar al Amor que lo ha creado y lo conserva, sabe que en la fidelidad a ese Amor esta la Vida. Es el canto del salmo 15, que la más antigua tradición cristiana lo puso en boca de Jesucristo resucitado. Ser fiel al Amor en persona es entrar en el camino de la Vida sin temer los abismos y las quebradas oscuras de la muerte: “Me enseñarás el sendero de la Vida, me saciarás de gozo en tu Presencia, de alegría perpetua a tu derecha” (Sal 15). “Aunque cruce por oscuras quebradas de muerte no temeré ningún mal, porque Tú, Señor, estás conmigo” (cf. Sal 22).

 El mártir ha gustado la dulzura y la fidelidad de ese Amor. Sí nuevamente debemos citar la escatológica expresión del salmo 62: “Tu Amor misericordioso (hesed) vale más que la vida”. En la adhesión a ése Amor está mi vida, exclama el mártir.  En verdad estaría loco si pensara que ese Amor es sólo para la fugacidad de este largo crepúsculo que es la vida humana. Gustando la fidelidad de ese Amor quiere ser fiel y no teme los torrentes de la muerte, ni del odio ciego, ni de la mentira, ni el de los imperios que se asientan sobre pies de barro.

El mártir sabe que en todo amor hay como una chispa que pide lo perenne, la eternidad, el siempre, siempre, siempre…que extasiaba a Teresa de Ávila cuando jugaban a los ermitaños con su hermanito Rodrigo y querían escaparse de Ávila para huir a tierra de moros para ser “descabezados por Cristo”…

El mártir cree en el Amor y sabe que ese Amor es más fuerte que la muerte[8]…la muerte no puede romper una comunión eterna, una Alianza Eterna ofrecida precisamente por “El que Es” por el Dios de la Vida y la fidelidad. El mártir sabe que está injertado en el Dios de la Vida, por medio de Jesucristo, ese Dios que en la zarza ardiente se muestra siempre fiel a su comunión ofrecida más allá de la muerte y venciendo a la misma muerte.

El mártir se duerme en la esperanza de que ese Amor es indestructible y aunque las hojas de su vida caen en el camino y se confunden con el fango de los siglos…sabe que vive para siempre en el Amor fiel del que Es. Y ése Amor fiel, por la virtud de su Hijo Amado que quiso hacerse grano de trigo, caído en la tierra, para morir y abrirse en la fecundidad de la redención, nos llamará a una primavera ya sin otoños y nos mostrará no un camino de hojas muertas sino el camino de la Vida saciándonos de Gozo en su Presencia.

Cuando caminemos en estos días llenos de serena nostalgia de cielo - todos los Santos y en la semana de los fieles difuntos- junto a las tumbas de nuestros seres queridos y vamos ofreciendo nuestra oración de sufragio, nuestra misericordia por ellos, que nos consuele la esperanza de que nuestros padres, hermanos, amigos, aquellos que caminaron con nosotros y ya vivieron el otoño de la vida –ese otoño que ya está en nosotros en la medida en que amamos de verdad- están viviendo en el Amor siempre fiel del que Es…en la Zarza ardiente de su Hijo crucificado y resucitado por nosotros para hacernos hijos de Dios e hijos de la Resurrección…


P. Marco Antonio Foschiatti OP.
Noviciado San Martín de Porres
Mar del Plata. Buenos Aires. Argentina.


[1] Lc 20, 35-36.
[2] Cantar de los cantares 4, 16 -5, 1.
[3] “Levántate amada mía, hermosa mía, y ven…porque mira ha pasado ya el invierno, han cesado las lluvias y se han ido. Aparecen las flores sobre la tierra, el tiempo de las canciones ha llegado, se oye el arrullo de la tórtola en nuestra tierra…” Ct 2, 10-12.
[4] “Acuérdate de tu Creador en tus días de juventud, mientras no vengan los días malos, y se echen encima años en que dirán: no me agradan; mientras no se nublen el sol y la luz, la luna y las estrellas, y retornen las nubes tras las lluvias…” Qo 12, 1-2.
[5] “Bienaventurados aquellos que te vieron y se durmieron en el amor (en la esperanza), que nosotros también viviremos sin duda”. ( Eclo 48, 11).
[6] 2M 7, 10.
[7] 2M 7, 9.
[8] Ct 8, 7.

jueves, 11 de noviembre de 2010

La Devoción al Sagrado Corazón de Jesús una escuela de oración en clave de amistad divina...


                           Jesús, nuestro amigo 

"No es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con Quién sabemos nos ama" (Santa Teresa de Jesús)
                 
 La devoción a la humanidad de Jesús, que renace con San Bernardo y se hace tan popular con la espiritualidad de San Francisco de Asís, tiene en la devoción al Sagrado Corazón de Jesús su desarrollo más perfecto y como el sello de la aprobación divina. Un siglo antes de que Jesús se apareciese a Santa Margarita María, Santa Teresa de Ávila advertía a los contemplativos los daños e ilusiones de una espiritualidad que descuidase la devoción a la humanidad de Jesús.
         Un alma que camine hacia Dios y no cultive esta devoción parece a Santa Teresa “que camina, como suele decirse, por el aire; está privada de apoyo, aunque crea que está llena de Dios. No somos ángeles, sino que tenemos un cuerpo; querer hacer de ángeles es una locura” (Autobiografía, c. 22).
         La devoción al Sagrado Corazón de Jesús enseña prácticamente a las almas la verdad predicada por Santa Teresa y les da el apoyo más sólido y sublime.
         ¡Cuán fácil y dulce viene a ser para el alma su camino hacia Dios, cuando ha conocido a Jesús, se ha acercado a Él y ha entablado con Él un lazo de verdadera amistad!
         ¿La espiritualidad cristiana ha sufrido verdaderamente un empobrecimiento después de que el Cristo Pantocrator del arte bizantino se ha preferido al Jesús que nace en el pesebre de Greccio, o al Jesús que llora en el canto del Beato Enrique Susón, el Jesús que ofrece su Corazón a Santa Margarita María y busca en cambio el amor de los hombres? Es una bella temeridad hablar de empobrecimiento cuando, contra la espiritualidad oriental que no conoce una devoción a la humanidad de Cristo tan viva, pero que también ha dado tan pocos santos a la Iglesia, nosotros occidentales podemos contraponer la multitud inmensa de los amigos de Cristo.
         A la vida angélica, término de la ascesis oriental, el occidente simplemente ha preferido la vida cristiana: a la unión con los ángeles, la unión con Cristo; y esta unión es más fácil y elevada, porque la vida no cesa de ser humana y divina.
         Me parece que en el fondo la “vida angélica” sobre la cual, como ideal de perfección, insiste especialmente la espiritualidad del oriente, es solo un falso ideal que puede influir peligrosamente sobre la vida del cristiano. Se propone al hombre el ideal de una vida naturalmente más alta que no se sabe cómo se puede conseguir, y parece sobre todo que el ideal propuesto debe enseñar al hombre que existe en la naturaleza un camino capaz de acercarle a Dios. Por otra parte, aunque existiese este camino, no le conduciría más que a una mística del uno, y no a una mística cristiana, que es esencialmente trinitaria.
         El itinerario del alma, tal como se expresa muchas veces: del Cristo-Hombre al Cristo-Dios, no nos parece muy feliz. Cierto, nuestras relaciones con Cristo han sido fundadas sobre la comunidad de naturaleza, mas estas relaciones de naturaleza terminan necesariamente en la Persona del Verbo. La relación del hombre es con la Persona divina que subsiste en nuestra naturaleza y no con la naturaleza asumida. No existe camino alguno entre el hombre y Dios, mas la encarnación ha hecho que mi relación con Jesús, que es mi hermano en su naturaleza humana y es Hijo del hombre, sea con toda verdad mi relación con el mismo Dios.
         Aunque es moderna, la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús es, ciertamente, en el año litúrgico una de las fiestas más grandes y más importantes. Nos enseña, efectivamente, la importancia absolutamente única que ela espiritualidad cristiana tiene nuestra relación con Cristo. Fundada sobre la naturaleza común, tiene el carácter de una relación particularmente íntima y espontánea, y por lo mismo, en la facilidad y simplicidad de esta relación, entra el hombre en el seno mismo de Dios porque no es a la persona de un hombre al que el hombre se une, sino a la misma Persona de Dios.
         La obligación del alma pierde ese tono de austeridad sobrehumana, este acento de violencia que pertenece a la Santidad en cuanto que exige la renuncia absoluta y la pobreza total: el alma no está sola en su rudo caminar hacia Dios. Dios no es para ella un ser infinitamente lejano e inaccesible; ha venido a ser su amigo, su compañero.
         “He aquí el Corazón que tanto ha amado a los hombres”, nos dice; y añade: “Tú al menos, ámame
         Toda la grandeza y el significado de la devoción del Corazón de Jesús está en estas palabras divinas. ¿Cómo habremos osado nosotros esperar esta amistad con Cristo? Y es precisamente Él quién te pide amor, quién mendiga tener amistad contigo. Estas palabras son un eco de aquellas otras que Cristo dirigió a San Pedro antes de subir a los cielos, las últimas palabras de Cristo según el Evangelio de San Juan. Se ha hablado mucho, y tal vez demasiado, de la sublimidad del prólogo del cuarto evangelio; ¿más no son estas palabras: Me amas más que estos, todavía más sublimes y misteriosas?
         El fin del Evangelio tiene, al menos, la misma sublimidad que el prólogo: Dios se vuelve al hombre y le pide amor. El Verbo se ha hecho carne para pedir el amor del hombre: “¿Me amas más que éstos?”  Que Dios nos ame es ya una cosa tan maravillosa que jamás los filósofos antiguos llegaron a poderlo pensar; que Dios mendigue amor es algo que supera la misma imaginación del hombre; mas de estas dos verdades depende la posibilidad de una amistad nuestra con Jesús, su dulcísimo realidad, y es la devoción al Corazón de Jesús la que encarna esta verdad en nuestra vida.
         La vida espiritual sin esta amistad sería sólo un esfuerzo impotente de superar los límites humanos con el deseo de alcanzar a Dios; una aspiración sublime y al mismo tiempo trágicamente angustiosa; pero Dios se ha hecho hombre y nos ha pedido nuestro amor. El alma se extravía y se pierde si intenta tomar el camino que conduce a la Divinidad prescindiendo de Cristo; el camino que conduce a Dios no es la tiniebla ni el silencio, la soledad o la nada. Después que Dios se ha hecho hombre, lo que es más profundamente humano ha venido a ser la revelación y el camino para la unión con Dios, y es la intimidad, la amistad, el amor.
         Y he aquí que nosotros somos los amigos de Jesús. Él es nuestro amigo. Nuestra vida es una comunión de amor: reposamos mutuamente, nos hablamos, caminos juntos. ¡Es todo esto tan puro y tan bello! Él me ama y yo le amo; nada más. ¿No es esto ya el paraíso?
         En la historia de la cristianismo más que una distinción entre la mística de la luz y de los gustos divinos y una mística de la noche y de las purificaciones pasivas hay que hacer notar una distinción más profunda entre la mística de los libros espirituales y la misma vida de los santos. Las grandes obras de la mística cristiana, si se exceptúan los escritos estrictamente autobiográficos, casi todas dependen del neoplatonismo. El cristianismo es una mística, no una mística del Uno, sino una mística de la Trinidad; el hombre para entrar en el misterio de Dios, para inmergirse en su vida íntima y perderse en el abismo de esta luz, no debe dejar de ser hombre.
         Dios se ha hecho hombre y se ha llamado Jesús. No existe otro camino para alcanzar a Dios que el mismo que El ha hecho para unirse al hombre. Nadie viene al Padre sino por Mí, dice Jesús en el evangelio de Juan (14, 6). Parece cosa extraña que San Juan de la Cruz hable tan poco de Cristo, mas la doctrina de los Santos no está contenida sólo en sus obras escritas: pocas palabras son suficientes a veces para hacernos entrever una profundidad sin nombre. Tal vez se habla y se escribe poco de los que se vive más: toda el alma delicada y ardiente de San Juan de la Cruz se abre y se revela más plenamente en las palabras que él dirige a Jesús un día de Navidad que en sus tratados de la Subida y de la Noche oscura.
                       
                         Mi dulce y tierno Jesús
                       Si amores me han de matar
                          agora tienen lugar.
        
         Y el mismo Dionisio el místico se muestra más verdadero y más grande en la narración de Carpos que en su teología del silencio: en la visión de Jesús dispuesto a sufrir de nuevo por la salvación de los hombres (Carta VIII).

Para aquellos que me preguntan ¿cómo preparar una buena Homilía?

Sacerdote hazte alma de oración, de oración cada vez más simple, que no busca muchas cosas, muchos conceptos, sino tan sólo una sencilla mirada amante que unifique todo tu corazón en el Señor. Sacerdote ama el permanecer, sobre todas las cosas silenciosamente junto al Maestro, junto a la razón de tu vida, de tu existir y de tu amar. Escucha los latidos de su Sagrado Corazón de Pastor, de Buen Samaritano, de Médico divino, de Sembrador de la Palabra, de Esclavo y Servidor...Escucha los latidos de su Sagrado Corazón en el Sagrario y en la Palabra, gústalo interiormente, sumérgete en su Palabra. Hazte un alma que se alimente de la Palabra que sale de la Boca de Jesús, la Boca Infalible del Padre, toma al pié de la letra -sine glossa-, sin ilustrados y pobres comentarios de exégetas que hacen de esa Palabra de Vida -a veces- un objeto para dividir y seleccionar... ¡No! Recibe esa Palabra como la recibía un San Agustín, un San Gregorio, un Bernardo de Claraval o Francisco de Asís. Esta Palabra no es objeto tuyo es Sujeto, es una Persona que se va revelando...es la Persona del Amor, es el Amor en Persona. Sacerdote si vives -verdaderamente- de toda palabra que sale de la Boca de Jesús, si sabes auscultar los latidos de su Eucarístico Corazón, verás que te vendrá -espontáneamente- a tus labios ,sellados y quemados como los de Isaías, la palabra para alimentar a las almas...sea en el confesionario, en el lecho del dolor, en el coloquio con los amigos, en los humildes y elevados púlpitos.
Si puedo darte consejos en esta materia: reza mucho, vive recogido en el Señor, como decían los Santos vive en El más que en ti...lee cada día algo bueno, imita a las vacas junto al árbol... Mientras sirves, mientras realizas lo cotidiano, sé un alma "rumiante"...vé sacando el jugo de gracia, de Vida, de Santidad, de Caridad, bebe el espíritu de tus acciones sacerdotales, prolonga tu Misa...tu oblación en todo. Sé un alma rumiante a lo largo de tu día y verás que llegarás a la Sabiduría de la Cruz, llegarás a conocer de memoria y desde el corazón, el libro de la Caridad que nos lo enseña todo, como decía Santo Domingo de Guzmán.
Pide al Paráclito, pide al Padre que te regale su Espíritu bueno y suave....¡O quam suavis est Domine Spiritum tuum in nobis...! (laudes de Pentecostés)...el Padre no niega el Don, la Cosa Buena por excelencia que es su Espíritu, su Amor derramado en nuestros corazones, a quién con pobre y solícito corazón se lo pide...Y luego: ¡No temas! Sacarás del interior de tu corazón la palabra viva y tajante que debe curar, sanar e iluminar a las almas. Y mientras ofreces ésa Palabra de Vida deja que, mientras surja de ti pobre instrumento, también empape y salve tu vida...y luego desaparecer en esa Palabra, desaparecer en Cristo, en el Amado, como desaparece en la lejanía el camino recorrido que ya no sirve más.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

El Predicador de la Navidad del Señor...

Hoy la Iglesia celebra al Papa San León Magno, alma del Concilio de Calcedonia (451), defensor de Roma frente a los bárbaros, predicador y forjador de la liturgia romana. Este "león" de Dios ,no obstante su fortaleza y vigor moral y apostólico, vivía arrobado por la ternura del Dios hecho Niño. A él le debemos las homilías más hermosas de la Natividad del Señor, a él le debemos ese responsorio bellísimo de las Maitines de Navidad: "Hoy los cielos se han vuelto melifluos y destilaron miel por todo el orbe, porque ha nacido la Vida y la Paz"... En la plática de la Misa de hoy cite este bello sermón de Epifanía muy poco conocido que ahora lo transcribo. Pidamos al Papa León que en Calcedonia fué "la Boca de Pedro" confesando a Jesús, verdadero Dios y hombre verdadero, que nos de la gracia de hacernos como Jesús, pequeños y humildes, ya que Él para salvarnos se ha abajado hasta nosotros.

"Los corazones ven aparecer en una sola y misma persona la humildad propia de la humanidad y la majestad divina. 
Los cielos y los ejércitos celestiales llaman su Creador al que, recién nacido, se encuentra en una cuna. Este Niño de cuerpo pequeño es el Señor y el Rector del mundo. Aquél a quien ningún límite puede encerrar, se contiene todo entero sobre las rodillas de su Madre. Mas en esto está la curación de nuestras heridas y la elevación de nuestra postración...
Cuando los tres magos fueron conducidos por el resplandor de la estrella para venir a adorar a Jesús, ellos no lo vieron expulsando demonios, resucitando a los muertos, dando la vista a los ciegos, curando a lo cojos, dando la facultad de hablar a los mudos, o en cualquier otro acto que revelara su poder divino; sino que vieron a un Niño que guardaba silencio, tranquilo, confiado a los cuidados de su Madre. No aparecía en El ningún signo de su poder; mas le ofreció la vista de un gran espectáculo de este santo Niño, el Hijo de Dios, presentaba a sus miradas una enseñanza que más tarde debía ser proclamada; y lo que no profería aún el sonido de su voz, el simple hecho de verle hacía ya que Él lo enseñara.
Toda la victoria del Salvador ha comenzado por la humildad y ha sido consumada en la humildad. La práctica de la sabiduría cristiana no consiste ni en la abundancia de palabras, ni en la habilidad para discutir, ni en el apetito de alabanza y de gloria, sino en la sincera y voluntaria humildad, que el Señor Jesucristo ha escogido y enseñado como verdadera fuerza desde el seno de su Madre hasta el suplicio de la Cruz.
Cristo ama la infancia, que Él mismo ha vivido al principio en su alma y en su cuerpo. Cristo ama la infancia, maestra de humildad, regla de inocencia, maestra de dulzura...A los que eleva al Reino los atrae a su propio ejemplo." (Sermón 7 en la Epifanía del Señor) 




 

martes, 9 de noviembre de 2010

Sencillas miradas sobre la oración... La Oración Camino de Santificación -algunas consideraciones- Hemos sido creados para la oración, para hacernos respuesta filial en el Hijo: La primera carta de San Juan se abre con esta preciosa afirmación: “Lo que hemos visto y oído, lo que contemplamos, lo que tocaron nuestras manos acerca del Verbo de Vida…os lo anunciamos a vosotros, a fin de que viváis también en comunión con nosotros. Y esta comunión de vida es con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1, 3) Toda la historia de la creación y de la redención de la persona humana converge hacia este único fin: la comunión de Vida con el Dios Amor, con Dios Trinidad. Una comunión filial, amorosa, una comunión en el lazo de amor de las Personas Divinas. Una comunión en su Beso paternal y filial que es el Espíritu Santo, como tan hermosamente lo llama San Bernardo. Hemos sido creados para ser alabanza de gloria de la Trinidad, para esto hemos sido elegidos y amados desde antes de la creación del mundo. Elegidos y amados en el Hijo, en la Palabra. El Padre nos contempla en el Rostro de su Hijo amado y nos bendice con su gracia, con su Vida. Esta es la Santidad. La Santidad es amor, es ser receptores de esa bendición en el Hijo Amado y es amor porque es devolverse, hacerse oblación, hacerse alabanza, adoración y servicio en el Hijo por el Espíritu: “Hemos sido creados para que seamos santos e inmaculados, ante su mirada, por el Amor” ( cf. Ef 1, 1-2 ) La persona humana ha sido creada para la oración, este sería como el principio más alto de nuestra vocación y de nuestra dignidad. Hemos sido creados para la oración, en analogía con los ángeles , cuyo ser más profundo es la alabanza, la adoración, el consumirse de amor ante la mirada del Dios Amor, el vivir de esa mirada, el moverse siempre en Dios. La persona humana como la persona angélica tiene esta altísima vocación que la diferencia de las demás criaturas, las cuales, por grandes y hermosas que sean, son incapaces de entrar en relación con Dios y de darse en una respuesta personal a Aquel que nos sacó de la nada. Dios Amor nos crea a su imagen y semejanza, somos seres inteligentes y libres, capaces de ofrecernos, y en esta ofrenda entregar todo lo creado en sacrificio de alabanza; ofrecernos en amor. Cuando Dios crea al varón y la mujer los regala con la morada del Paraíso, imagen para los Santos de la elevación del corazón humano a los dones sobrenaturales, y Él mismo, el Dios Amor gusta de bajar y pasear por el Jardín en la hora del crepúsculo para conversar, para entrar en coloquio, en diálogo con la obra de su amor: ¿acaso los santos no comprendieron que ese Jardín de delicias en donde Dios Amor quiere siempre bajar y permanecer con su criatura, con su hijo, es el corazón humano? ¿Acaso la historia de la redención no es un volver al Jardín del diálogo con el Dios Amor por medio del Hijo que en su encarnación se nos hizo Camino de retorno hacia la Verdad y la Vida? Dios Amor baja al Jardín para hablar a su criatura: Dios le habla y la llama en esa primera palabra de la salvación, de la búsqueda alocada de Dios cuando por el pecado nos escondemos de su mirada: ¿Adán, dónde estás? De esta manera comienza el diálogo de la redención, impulsado por Dios “que nos amó primero”… Dios habla, se manifiesta a los patriarcas, a los profetas, les descubre sus planes de bondad, de salvación, les revela su Nombre santo, Nombre de misericordia y fidelidad. Les entrega su Ley los invita a una comunión de vida por medio de su Alianza. Cuando los hombres, alejándose de Dios, son infieles a su Alianza, Dios calla…es terrible el gran silencio de Dios. El silencio divino es la consecuencia del desprecio de la Palabra de esperanza en los profetas, es la consecuencia del corazón endurecido, que no quiere escuchar…que se cierra al amor obediente. Y el corazón humano creado para hablar y vivir en comunión con Dios se siente una cisterna agrietada, no puede contener el torrente de la Vida, se muere en la sed de Dios. El Jardín, la Viña escogida se convierte en tierra desierta que sólo produce cardos y espinas. Llegada la plenitud de los tiempos cuando Dios quiere realizar su Plan de salvación, y manifestar su derroche de misericordia por el mundo, envía a su Verbo, el Verbo que espira amor, para que se siembre por la encarnación en la tierra reseca y espinosa para transformarla, en Sí mismo, en el Nuevo Jardín de Dios: en el Nuevo Huerto cerrado de la Oración, de la Intimidad Divina. “He aquí que vengo para hacer, oh Dios, tu voluntad” ( Hb 10, 7), dice el Hijo Amado al entrar a este mundo, y desde ese momento el Padre recibe del Hombre-Dios, de la Palabra hecha carne, la respuesta más perfecta a su Amor. El Hijo se encarna para ser Oración perfecta en su Corazón Divino-humano al Padre. En la Encarnación el diálogo, la oración, entre el Corazón de la Trinidad y el corazón humano se desarrolla de la manera más sublime. Desde aquel momento cada uno de los creyentes es introducido en el coloquio de Cristo con el Padre en el Espíritu Santo, vínculo de comunicación y comunión; más aún es llamado a tomar parte, a entrar en el corazón de la Vida Trinitaria por medio de su oración personal. La oración cristiana es por esencia la participación en este sublime diálogo y coloquio del Hijo con el Padre en el Amor del Espíritu Santo. Cuando el Evangelio dice que Jesús “gustaba retirarse a lugares solitarios” para orar (Lc 5, 16) o pasaba las noches en oración (Lc 6, 12), nos señala precisamente éstos coloquios de tú a tú con el Padre, cuyo misterio no puede ser penetrado por el hombre, pero de los cuales Jesús mismo revelo algunos aspectos para instruir y para que su oración “contagiara” a la oración de sus discípulos. Tenemos así sus oraciones al Padre, expresadas en alta voz, en las cuales pone siempre de relieve su actitud de Hijo. “¡Padre, te doy gracias…Padre te alabo…Padre!” repite Jesús en todas sus invocaciones. El es el Hijo único de Dios y es por su divinidad absolutamente igual –consubstancial a El-; el Padre se manifiesta todo en el Hijo y el Hijo manifiesta por completo al Padre en un coloquio eterno tan perfecto que se derrama en Aquel principio de comunión mutua que es el Espíritu Santo. Desde el momento de la Encarnación en ese coloquio no interviene sólo el Verbo, sino el Verbo encarnado, Jesús verdadero Dios y verdadero hombre, que ama con un corazón humano; y en Él está toda la humanidad por haberla asociado a su Misterio. Jesús mediante su Misterio Pascual nos hace participar de la filiación divina, nos hace renacer del agua y del Espíritu: “ a cuantos le recibieron –al Verbo de Vida- les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios, éstos no han nacido de la carne ni de la sangre…sino que han sido engendrados por Dios.”(Jn 1, 12.13), de manera que “somos llamados hijos de Dios y lo somos realmente” (1 Jn 3, 1) Y habiéndonos hecho hijos de Dios, hijos en El, nos invita a tomar parte en su eterno coloquio con el Padre. Cuando los discípulos le dicen: “Señor, enséñanos a orar” (Lc 11, 1), Jesús los introduce en seguida en este diálogo y como primera cosa les enseña a invocar a Dios con el nombre de Padre. ¡Padre!! Nombre que muchas veces pronunciamos distraídamente y sólo por costumbre, pero que compendia toda la substancia de la oración cristiana y expresa su actitud más esencial: la de hijos en el Hijo. El “Padrenuestro” es la síntesis de toda oración cristiana, desde la sencilla oración del niñito que balbucea junto a su madre hasta la solemne oración litúrgica, desde la oración de “liturgia del corazón” hasta la oración comunitaria en que todos los fieles se unen en la caridad de Cristo para alabar a “nuestro Padre”. Rezando el Padrenuestro el corazón de todo cristiano debería experimentar, en cierta manera, la emoción que envolvía a los Santos: por ejemplo Santa Teresita del Niño Jesús se conmovía hasta las lágrimas al llamar a Dios con el dulce Nombre de Padre, bastándole esto para sumergirse en contemplación. La humilde pastorcita Santa Germana Cousin muy afligida le contaba a su párroco que no podía rezar el padrenuestro. ¿Pero Germana qué te sucede? Le preguntaba el buen sacerdote. Es que cuando pronuncio el nombre “Padre” y veo que el Dios Creador de toda esta grandeza de cielos y tierra, de toda esta hermosura es mi Padre…mi Padre; no puedo continuar…me pongo a llorar. ¿Cómo puede haber mayor amor…el Creador, mi Padre? El gran contemplativo del desierto Beato Charles de Foucauld tiene estas páginas de fuego comentando el “Padrenuestro”: “¡Qué bueno sois, Dios mío, permitiéndome llamaros “Padre nuestro”! ¿Quién soy yo, para que mi Creador, mi Rey, mi supremo Señor me permita llamarle “Padre mío”? ¿Y no sólo me lo permita, sino que me lo mande? ¡Dios mío, que bueno sois! ¡Cómo debo recordarme en todos los momentos de mi vida de este mandato tan dulce! ¡Qué reconocimiento, qué alegría, qué amor, pero sobre todo qué confianza debe inspirarme! Pues eres mi Padre debo esperar siempre en ti. Y siendo Tú tan bueno para conmigo, ¡Cómo debo ser yo también bueno para con los demás! Queriendo ser tú mi Padre y de todos los hombres, debo alimentar para con ellos, sean quienes sean, sentimientos de un verdadero hermano… Padre nuestro…Padre nuestro, enséñame a tener continuamente este nombre en los labios, junto con Jesús, en él y gracias a él, pues poderlo decir es mi mayor felicidad. Padre nuestro…Padre nuestro, que yo pueda vivir y morir diciendo: ¡Padre nuestro!, y ser siempre, por mi gratitud, amor y obediencia, un hijo tuyo verdaderamente fiel y según tu corazón.” Gracias al Hijo volvemos al Paraíso de delicias, volvemos al coloquio amoroso con el Padre. El corazón humano se convierte en ese Paraíso, en el Jardín cerrado, en donde Dios Amor encuentra sus delicias en habitar con los hijos de los hombres. Orar es la expansión de nuestra vida filial en Jesús, es el balbuceo y la mirada de amor del niño que permanece junto al Verbo de Vida, el Niño eterno de Dios, en el Seno del Padre. Es por esto que la matriz de toda oración cristiana es el bautismo, en la pila bautismal nace la oración cristiana, nace el canto de agradecimiento de alabanza y amor de los hijos en el Hijo. En la pila bautismal se restaura el Paraíso del corazón humano convirtiéndolo en Sagrario del Dios Amor: “Si alguno me ama…mi Padre lo amará, y vendremos a él y en él haremos morada” (Jn 14, 23) Orar no es otra cosa que la atmósfera vital en donde puede crecer, abrirse y dar fruto esa Vida de Gracia que hemos recibido en el Bautismo. En este sentido la oración es la respiración de esa Vida de Dios, o mejor un grito filial desde el Corazón de Cristo en el Espíritu Santo: ABBA, Padre!! Orar es tomar conciencia de esa Vida de Gracia en la cual estamos sumergidos. ¡Desde el día de nuestro Bautismo la Vida de Dios es la nuestra y orar es reconocerse dentro de esa Vida! Estamos sumergidos en la Vida del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo . Asimismo vivimos sumergidos en el Misterio de Cristo y orar es introducirse en la profundidad del Corazón de Cristo, abismo de gozo y de luz, de dolor y de radiante gloria. “Tratar de amistad…con Quién sabemos que nos ama.” (Santa Teresa de Jesús) Toda forma de oración es un encuentro del corazón humano con el Dios Amor, y cuanto más profunda sea la oración, tanto más interior y entrañable será este encuentro, verdadera comunión “con el Padre y con su Hijo, Jesucristo” (1 Jn 1,3). Santa Teresa de Jesús ha visto la oración desde esta perspectiva: “no es otra cosa oración mental –dice- sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con Quien sabemos nos ama.” (Vida 8, 5) La oración no es una mirada solipsista, un autovacío interior, o tantas otras rarezas psicologistas que hoy pululan, que nos dejan un sabor pelagiano o semi-pelagiano. La oración es una Comunión de Vida. El alma orante en su soledad tiene compañía: Dios Trinidad y mientras trata cordialmente con El, reflexiona, medita, cree, adora, espera y ama. ¿Cómo comenzar este trato de amistad, que nos enciende en el Amor del amado, que nos comunica su Santidad? ¿Cómo comenzar a caminar para gustar de la fuente de Agua viva que tiene sed de nuestra sed de El? ¿Cómo llegar al agua viva de la contemplación, a esa fuente que mana y corre en nuestro interior desde el día de nuestro bautismo? Recordemos que la oración no es exclusivamente un acto de la inteligencia, como dice el P. Garrigou-Lagrange: “es sobre todo la caridad la que nos une a Dios y es esta virtud la que debe conservar el primer puesto en nuestra alma. Es como decir que el alma debe elevarse a Dios sobre las alas de la inteligencia y la voluntad ayudada por la gracia. Se ha de preparar con un acto de humildad y proceder de las tres virtudes teologales que nos unen directamente con el Dios Amor.” (tomado de su obra Perfección cristiana y contemplación según Santo Tomás y San Juan de la Cruz). Toda oración debe comenzar por una serena y confiada invocación al Espíritu Santo, la comunión del Padre y del Hijo para que nos introduzca en esa comunión y para que derrame sus iluminaciones y dones haciendo nuestra oración una lluvia fecunda de su Presencia transformante: “El Espíritu todo lo que toca lo transforma…” (aforismo de los hesicastas). ¡Ven Padre de los pobres, ven a darnos tus dones, ven a darnos tu Luz! ¡Sin Ti nada hay en nosotros! Recordemos que el alma vuela como un pájaro, mediante el esfuerzo de sus alas, pero el soplo del Espíritu Santo sostiene este esfuerzo y lo lleva más alto, más alto de cuanto ella puede subir por sus propios medios. Luego de la invocación serena al Espíritu Santo procuremos realizar un profundísimo acto de adoración y de humildad. La humildad es la base de la vida espiritual, de igual manera es el cimiento de la oración. Escuchar las palabras del Señor a Santa Catalina de Siena: “Yo soy el que Soy…tú eres la que no eres.” Recordemos lo que somos mientras nos disponemos para conversar con Dios: nada y menos que nada. Ese acto profundo de humildad remueve el principal obstáculo para la gracia que es el orgullo. Esta humildad, este andar en la verdad de nuestro ser creatural continuamente sostenido por el acto creador de Dios, lejos de deprimirnos nos mueve a la adoración. La Humildad nos recuerda que en este vaso de arcilla que somos llevamos un tesoro infinitamente precioso: la Gracia Santificante y la Santísima Trinidad inhabitando en nosotros como en su “morada predilecta, en su casa solariega” (Sor Isabel de la Trinidad). Consideremos esto al principio de nuestra oración para que esta no proceda de un vago sentimentalismo, sino que oremos desde la Gracia misma, infinitamente superior a nuestra sensibilidad. Humildemente adoremos a la Trinidad Santísima que nos vivifica interiormente: “Qué nunca te deje sólo Dios Amor, Dios mío, Trinidad a quién adoro, sino que permanezca siempre contigo bien despierto en mi fe, en total adoración, con una entrega sin reservas a tu acción creadora y redentora en mí.” (cf. Elevación a la Sma Trinidad de Sor Isabel de la Trinidad). Luego de esta adoración humilde hagamos un acto de fe , sencillísimo, sin palabras, profundo, prolongado sobre esta o alguna Verdad fundamental de nuestra fe: el Misterio de Dios Amor, sus Perfecciones: su Bondad, su Amor Misericordioso, su Divina Justicia, su Providencia. Miremos el Rostro del Hijo amado y que este acto de fe repose en El: su Encarnación, su humilde nacimiento en Belén, su ternura de Niño que nos revela las entrañas de misericordia del Padre, su Rostro coronado de espinas y ultrajado en la Cruz, sus llagas, su Costado abierto torrente de misericordia y perdón, su Vida resucitada, la donación de su Espíritu. Su Presencia amorosa en la Eucaristía… Este acto de fe se debe alimentar con la Palabra de Vida, con la Palabra que es más dulce que la miel, que es la lámpara en nuestra oración y nuestro caminar. Pero no debemos leer mucho…bastan muy pocas palabras. Debemos poner por obra lo que nos enseña San Francisco de Sales: “En la oración debemos hacernos como las palomitas que beben de la fuente, un pequeño sorbo y elevan su cabecita al cielo, otro pequeño sorbo y lo mismo.” Un pequeño sorbo de la palabra de Dios y elevar el corazón en un acto de fe. No es necesario que razonemos mucho; un sencillo acto de fe teologal es superior a estos razonamientos, y se va convirtiendo cada vez más en simple mirada acompañada de admiración y amor. Nos dice bellamente el Catecismo: “La contemplación es mirada de fe, fijada en Jesús. “Yo le miro y él me mira”, decía a su santo cura un campesino de Ars que oraba ante el Sagrario. Esta atención a El es renuncia a “mi”. Su mirada purifica el corazón. La luz de la mirada de Jesús ilumina los ojos de nuestro corazón; nos enseña a ver todo a la luz de su verdad y de su compasión por todos los hombres. La contemplación dirige también su mirada a los misterios de la vida de Cristo. Aprende así el conocimiento interno del Señor para más amarle y seguirle.” (C.E.C. n 2715) La oscuridad de este acto de fe no le impide ser infaliblemente seguro. Este acto de fe es la primera luz de nuestra vida interior: “credo quidquid dixit Dei Filius, nil hoc veritatis verbo verius.” (Adorote devote) Este Credo, en ciertos momentos, parece convertirse en un Video. Se ve desde lejos la fuente del Agua Viva. Se convierte en un saber experiencial, como dice el Doctor Místico: “Qué bien se yo la fonte que mana y corre Aunque es de noche…” Apoyándose en los datos de la revelación, la fe tiene el oficio de alimentar el conocimiento de Dios para que de él brote un mayor amor: “Hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene” (1 Jn 4, 16): he aquí el fruto de la oración iluminada por la fe, fruto preciosísimo en cuanto que el alma que está profundamente convencida del amor de Dios para con ella, se abre totalmente en la redamatio, en el repagar y darse en el mismo amor con que es amada por Dios. Dios es el que nos ha amado primero, y dándonos su amor nos ha hecho capaces de poder amarle nosotros: “Amemos a Dios, porque Él nos amó primero” ( 1 Jn 4, 19) Por esto las virtudes teologales de la fe, esperanza y caridad son los fundamentos de la oración entendida como trato de amistad. Esta mirada de fe sobre la Verdad del Dios Amor, sobre la Vida de su Hijo Amado, hace brotar casi naturalmente un acto de esperanza: se desea la Bienaventuranza, la Paz prometida por Dios a quienes siguen al Hijo amado Jesucristo; pero nos damos cuenta de que con las fuerzas naturales no podremos llegar a realizar este fin de amor para el cual hemos sido creados. Entonces recurrimos a la Bondad infinitamente auxiliante de Dios, pedimos su Gracia. Recuerda tu palabra Jesús: “Separados de mi no podéis hacer nada, venimos a pedir tu Gracia, tu auxilio, tu socorro…tu presencia.” “La súplica es el lenguaje ordinario de la esperanza” (P. Garrigou-Lagrange) Después de haber dicho Credo, el alma pasa espontáneamente a decir: desidero, sitio, spero. Después de haber visto de lejos la fuente de Agua viva, desea acercarse a ella para beber a largos sorbos: sicut cervus ad fontes. Pero el acto de esperanza nos dispone, a la vez, para el acto de caridad, porque la confianza con la ayuda de Dios nos hace pensar en El, en lo Bueno que es en Sí mismo, Bonitas infinita. Entonces surge un acto de Caridad en forma afectiva o sea si nuestra sensibilidad nos ofrece su concurso interior, puede ser útil a condición que quede subordinado a la vida teologal, que se puede dar intensísima y muy santificante en la más oscura de las sequedades. Por ejemplo en Santa Teresita del Niño Jesús, en San Pablo de la Cruz, en la Beata Teresa de Calcuta. Un afecto sereno pero profundo, que es más seguro y más fecundo que las emociones superficiales. El coloquio con el Señor más que derramarse en muchas expresiones de amor se convertirá en un amor silencioso, en una música callada: “La contemplación es silencio, este símbolo del mundo venidero o amor silencioso. Las palabras en la oración contemplativa no son discursos, sino ramillas que alimentan el fuego del amor…En este silencio el Padre nos da a conocer a su Verbo encarnado, sufriente, muerto y resucitado, y el Espíritu filial nos hace participar de la oración de Jesús.” (C.E.C. n 2717) Es una verdadera comunión e intercambio de amistad: cuanto más contempla el alma a su Dios , es suyo por el Amor, más se enamora de Él y siente la urgencia de darse a Él con generosidad total. Este acto de amor oblativo, plenitud de toda oración, lo expresa admirablemente la oblatio sui que trae S. Ignacio de Loyola en su Contemplación para alcanzar amor, cúspide de la vía unitiva en su cuarta semana de los ejercicios espirituales: “Tomad y recibid Señor, toda mi libertad, recibid mi memoria, mi entendimiento y toda mi libertad. Todo lo que tengo y poseo, Tú me lo diste: a Ti lo entrego y devuelvo. Concédeme, tan sólo, tu amor y tu gracia, que estas me bastan.” Por otra parte, Dios Caridad se da al alma, iluminándola con su luz y atrayéndola a sí fuertemente con su amor y su gracia. Como tan hermosamente lo expresa el Doctor Místico: “Si el alma busca a Dios, mucho más la busca su Amado a ella” (San Juan de la Cruz, Llama, 3, 28). Jesús, camino y término de nuestra oración: “Permaneciendo junto al Padre el Verbo es la Verdad y la Vida, haciéndose hombre se nos convirtió en Camino” (San Agustín) “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida –nos dice Jesús- nadie viene al Padre sino por mí” (Jn 14, 6) Para traernos de nuevo a su amistad, para devolvernos al Jardín de delicias de la oración, el Padre ha querido servirse de su Hijo, y nosotros para ir a Dios Amor debemos seguir el mismo camino por donde Dios se nos ha revelado y comunicado: su Hijo, Camino y Puente. Debemos buscarlo a El, mirarlo a El, unirnos al Camino para gustar su Verdad y Vida en el seno del Padre. Hablando de la oración dice Santa Teresa acerca de la humanidad de Jesús como el camino verdadero de toda oración: “Traer a Jesucristo con nosotros aprovecha en todos los estados y es un medio segurísimo para ir aprovechando” (Vida 12, 3). Para todos Jesús es Maestro, Guía y materia de oración. Cada vez que nos disponemos a la oración debemos experimentar la mirada de amor de Jesús que nos llama, que desea tratar de amistad con nosotros, que desea confiarnos los secretos de su Sagrado Corazón, que quiere contarnos a su Padre. ¿Cómo no escuchar junto al Sagrario, en su Palabra de Vida, en su Cruz la dulce invitación: “El Maestro está ahí y te llama” (Jn 11, 28)? Sólo El tiene palabras de Vida eterna. El instruye a sus amigos en la oración y les revela a sí mismo y sus misterios: “todo lo que escuché de mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15, 15). Enseña a orar en secreto al Padre celestial y a adorarlo en lo íntimo del corazón “en espíritu y verdad” (Jn 4, 24). Ofrece el agua viva que apaga la sed del alma humana e inflama en el amor divino: “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: Dame de beber, tú le pedirías a él y él te daría agua viva” (ib. 10). Santa Teresa de Jesús la doctora de la oración nos sigue diciendo acerca de la necesidad de aferrarnos a esta humanidad santísima de Jesús para poder llegar a beber de la fuente del agua viva de la Divina Contemplación: “Con tan buen amigo –Jesucristo- todo se puede sufrir: es ayuda y da esfuerzo; nunca falta; es amigo verdadero. Y veo yo claro, y he visto después, que para contentar a Dios y que nos haga grandes mercedes, quiere que sea por manos de esta Humanidad sacratísima en quien se deleita…He visto claro que por esta puerta hemos de entrar si queremos nos muestre su majestad grandes secretos” (Vida, 22, 6). Ya lo había dicho Jesús: “Yo soy la puerta; el que por mí entrare se salvará, y entrará y saldrá y hallará pasto” (Jn 10, 9). Quien toma a Jesús por guía de su oración, lleva un camino del todo seguro y puede repetir con el salmista: “El Señor es mi Pastor, nada me falta. Me hace recostar en verdes pastos y me lleva a frescas aguas. Recrea mi alma.” (Sal 22). En el punto anterior reflexionábamos acerca de cómo orar por medio de las virtudes teologales, arrojándonos en ese torrente de la vida de Dios que es la gracia; en ese piélago del amor divino que brota del Costado de Cristo en la Cruz y quiere anegarnos. Orar desde la Vida de Dios en nosotros, dejándonos llevar y elevar por esa misma Vida. Ahora, en esta misma línea, queremos dirigir nuestra vida teologal: fe, esperanza y caridad hacia la humanidad santísima de Jesús. Ejercitarnos en la oración mental o interior, proponer un pequeño método como lo hicimos con el punto anterior. Santa Teresa, enseñando a sus hijas a hacer oración, dice: “Procurad luego, hija, pues estáis sola tener compañía. ¿Pues qué mejor que la del Divino Maestro? No os pido ahora que penséis en él ni que hagáis grandes y delicadas consideraciones con vuestro entendimiento; no os pido más que le miréis…Si estáis alegre, miradle resucitado, si estáis con trabajos o triste, miradle camino del huerto, qué aflicción tan grande llevaba en su alma…o miradle atado a la columna…o miradle cargado con la cruz… Y entonces podréis hablarle si se os ha enternecido el corazón de verle tal, que no sólo queréis mirarle, sino que os holguéis de hablar con él, no con oraciones compuestas sino desde la pena de vuestro corazón que las tiene él en muy mucho.” (Camino, 26, 1-6) Oración de simple mirada, simplificarnos en esa mirada de fe, esperanza y caridad hacia Cristo. Es este un método de oración muy sencillo y eficaz, que ayuda al cristiano a sumergirse en Cristo, a vivir sus misterios, a gustar sus sentimientos. San Pablo, el gran enamorado de Jesucristo, escribía a los efesios: “doblo mis rodillas ante el Padre…para que os conceda…que podáis comprender, en unión con todos los santos, cuál es la anchura, la longitud, la altura y la profundidad de la caridad de Cristo, que supera toda ciencia, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios” ( Ef 3, 14-19). El conocimiento de los misterios de Cristo de que habla el Apóstol es el que proviene de esta oración de simple mirada; realizada a los pies de Jesús contemplándolo y amándolo, porque él ha dicho: “el que me ama…yo le amaré y me manifestaré a él” ( Jn 14, 21). El Rosario como sencilla mirada del corazón: Para mi la oración es una sencilla mirada... (Santa Teresa del Niño Jesús) Estas palabras nos abren a todo el misterio de la contemplación cristiana. Esa contemplación que es gracia, o sea que es un regalo de lo alto, del Padre de las luces, y a la cual todos estamos llamados. ¡Con el Rosario somos los contemplativos por excelencia! El rosario mismo nace en el corazón contemplativo de la Iglesia, en los claustros cartujanos y la cálida meditación de los misterios de Jesús que San Bernardo instaura en su escuela de la caridad, que es el monasterio cisterciense. Vuelvo a repetirlo: rezando bien el Rosario ¡somos los contemplativos por excelencia! Y la oración es contemplar: mirar con Jesús, mirar con María, mirar al Padre. Pero contemplar es también, y sobre todo, mirar dentro de Jesús y de María, mirar dentro de sus misterios para poder aclarar en ellos nuestra mirada de fe y hacer de nuestra mirada y de nuestro corazón pura transparencia de Jesús y de María. Sencilla mirada: uno aprende esta lección de mirada de amor contemplando el sublime icono de la Trinidad de Rubleiv. La contemplación de las miradas mutuas de las Personas de la Santísima Trinidad, es la mejor escuela para orar. Desde esas miradas la oración brota espontáneamente, brota de la conciencia del amor: “Yo lo miro y el me mira”. Con el rosario “yo lo miro a Jesús” pero no con cualquier mirada sino con la de su Madre y Jesús “me mira”. Me mira para invitarme a ser otro Jesús, me mira para inspirarme sus mismos sentimientos, su pobreza de corazón, su obediencia al Padre, su amor hasta el fin, su paciencia, su humildad, su mansedumbre, su pureza, su Vida nueva de Resucitado. El Rosario es una sencilla mirada, una mirada que hace nacer las maravillas de Dios en nuestro corazón: su gran obra de Amor en Jesús. María en el rosario nos enseña esta simple mirada contemplativa. La contemplación no es otra cosa que fijar los ojos del corazón en el Rostro de Jesús, es un mirar amando, es un mirar para reproducir. Es un mirar al Misterio de Jesús y a sus misterios, tantas decenas de nuestros rosarios, para descubrir al Señor en nuestro camino ordinario y doloroso de cada día. Contemplar es hacernos discípulos como María, que mientras caminamos en los gozos, alegrías y cruces de cada día saben dejarse iluminar por la palabra de vida del Maestro. Contemplar es estar a los pies del Maestro escuchando y guardando en el corazón su Palabra y es, a la vez, caminar con el Maestro en su camino de dar la vida gota a gota, en su amor hasta el extremo. Cada ave María nos tiene que introducir en la mirada de nuestra Madre: la Mirada de María es toda ella impulso y adhesión de su Corazón a Jesús, su Hijo: “La contemplación de Cristo tiene en María su modelo insuperable. El rostro del Hijo le pertenece de un modo especial. Ha sido en su vientre donde se ha formado, tomando también de Ella una semejanza humana que evoca una intimidad espiritual ciertamente más grande aún. Su mirada, siempre llena de adoración y asombro, no se apartará jamás de El. Será a veces una mirada interrogadora, como en el episodio de su extravío en el Templo: Hijo mío, por qué nos has hecho esto?; será en todo caso una mirada penetrante, capaz de leer en lo íntimo de Jesús, hasta percibir sus sentimientos escondidos y presentir sus decisiones como en Caná; otras veces será una mirada dolorida, sobre todo bajo la cruz, donde todavía será, en cierto sentido, la mirada de la parturienta, ya que María no se limitará a compartir la pasión y la muerte de su Hijo, sino que acogerá al nuevo hijo en el discípulo predilecto confiado a Ella; en la mañana de Pascua será una mirada radiante por la alegría de la resurrección y, por fin, una mirada ardorosa por la efusión del Espíritu en el día de Pentecostés” Conclusión: “Si oramos y amamos lo tenemos todo…” (San Juan María Vianney) Hemos comenzado nuestro itinerario afirmando que hemos sido creados para la oración, como dice hermosamente San Ignacio de Loyola en su Principio y fundamento de los ejercicios espirituales: “El hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir…” La oración es ese Paraíso de delicias, el Jardín de Dios Amor en nuestros corazones. Descubrimos que la oración es ante todo un dejar fluir la vida teologal: la fe, esperanza y caridad, un tratar de amistad con el Dios Amor presente en nosotros como en su Templo, su Sagrario. Hacernos presente por las virtudes teologales en Aquel que nos habita, en quien vivimos, nos movemos y existimos. Descubrimos que Jesús es el Orante, el Adorador, el Camino de la Oración: porque es el Hijo, y orar es respirar filialmente en Jesús. Finalmente nos acercamos a la modalidad contemplativa del Rosario para entrar en Aquella, en el Paraíso de Dios que es la Virgen, la Madre de la Oración Perpetua -como la llama la tradición oriental- para que ella nos lleve y nos regale el Camino: Jesús. María en el Rosario es la Hodigritía, la Madre nos enseña el Camino hacia la Oración, hacia Jesús. El akathistos, el himno litúrgico a la Madre de Dios, le canta: Regocíjate, por ti Dios abrió el Paraíso. Regocíjate, por ti la creación se renueva. Regocíjate, nos muestras a Cristo, el Señor y el Amigo. Su intercesión amorosa nos abra el Paraíso de la oración. P. fr Marco Antonio Foschiatti OP. Nota: La siguiente meditación no pretende ser una ponencia detallada, conserva la estructura de una “plática” o sea de una exposición más libre y coloquial, por esto no recurrimos al aparato crítico y a las citas. Texto para la meditación personal: “Oración es, como dicen los santos, un levantamiento de nuestro corazón a Dios mediante el cual nos llegamos a El y nos hacemos una cosa con El. Oración es subir el alma sobre sí y sobre todo lo creado y juntarse a Dios y engolfarse en aquel piélago de infinita suavidad y amor. Oración es salir el alma a recibir a Dios cuando viene por nueva gracia, y poseerlo, amarlo y gozarlo. Orar es estar el alma en presencia de Dios y Dios en presencia de ella, mirando El a ella y ella a El. Oración es una cátedra espiritual donde el alma sentada a los pies de Dios, oye su doctrina y recibe las influencias de Su Gracia y dice con la Esposa del Cantar de los Cantares: “Mi alma se derritió después que oyó la Voz de su Amado” (5, 6). Allí enciende Dios al alma en su amor y la unge con su gracia, la cual así ungida, es levantada en espíritu y levantada contempla, y contemplando ama, y amando gusta, y gustando reposa y en este reposo tiene toda aquella gloria que en este mundo se puede alcanzar. Ella es un sábado espiritual en que Dios huelga con ella y una casa de solaz en el monte Líbano, donde el verdadero Salomón, “tiene sus delicias en estar con los hijos de los hombres”. Ella es un reparo saludable de los defectos de cada día, un espejo limpio en que se ve a Dios y se ve al hombre, y se ven todas las cosas. Ella es un ejercicio cotidiano de todas las virtudes, muerte de todos los apetitos sensuales y fuente de todos los buenos propósitos y deseos. Ella es medicina de los enfermos, alegría de los tristes, fortaleza de los débiles, remedio de los pecadores, regalo de justos, ayuda de vivos, sufragio de muertos y común socorro de toda la Iglesia. Ella es una Puerta Real para entrar en el Corazón de Dios, unas primicias de la Gloria venidera, un maná que contiene toda suavidad y una escalera como aquella que vio Jacob. ( Fr Luis de Granada)